lunes, 10 de marzo de 2008

La plegaria

Pertenecía a la pequeña población de cristianos; la mayor parte de la comunidad profesaba otras creencias, sin embargo, ella era muy católica. A pesar de la pobreza en la que vivían, ella y su familia, no dejaba día con día de rezar. Rezaba para que su papá dejara de trabajar de sol a sol, para que su mamá no tuviera que trabajar como servidumbre en la gran y hermosa casa en lo alto de la colina, rezaba porque sus hermanos más pequeños no tuvieran que trabajar como ella, en el campo. Quería evitarles los molestos moscos, el estar con los pies húmedos, tener dolores en la espalda, manos, brazos y piernas sajadas por las hierbas correosas.

Ella pedía para todos los demás, se ofrecía como sacrificio para que los que ama vivieran mejor. Bajo su lógica, pronto muy pronto, Dios la escucharía y sus plegarías serían escuchadas. Así pues, todas las mañanas, antes de tomar su magro desayuno, rezaba y rezaba, le pedía al Señor que le indicará el camino, que le dijera que tenía que hacer para vivir mejor. Quienes la veían no dudaban de que pronto llegaría a ser una mujer muy piadosa; en verdad rezaba con toda entereza, con el alma.

Y un día ocurrió. Había escuchado los relatos de Juana de Arco, había leído con gran avidez la biblia, sabía que no se podía ver directamente al Señor, por el gran resplandor de su grandeza; así pues, cuando vio a lo lejos un resplandor como de mil soles no dudó ni un momento: Dios se le estaba revelando. No podía ser de otra manera, ¿o a caso el descomunal ruido que alcanzó a escuchar no debía ser como el gran estruendo que derribó las murallas de Jericó? ¿Y ese gran resplandor, qué poder humano podría igualarlo?

Lo cierto es que una milésima o millonésima de segundo después, medidas irrelevantes e indistinguibles en términos humanos, su silueta quedó impregnada en un santiamén en la parad del templo donde acostumbraba rezar. No supo si murió, no supo que su cuerpo quedo reducido a prácticamente nada en un instante, que había quedado ciega mucho antes que su cerebro se diera cuenta.

Murió y no lo supo, murió creyendo que Dios había escuchado sus plegarias, que había decidido darle audiencia, que bajaba en su poderoso carro de fuego, flanqueado por sus no menos poderos Arcángeles Miguel y Gabriel.

Mikami, la futura mujer piadosa, vivía en Hiroshima. Eran las 8:16 de la mañana del 6 de Agosto de 1945. Mikami murió sin saberse muerta, murió creyendo como la gran creyente que era, que Dios había escuchado su plegaria, murió sin saber que Dios poco o nada tuvo que ver con ese gran brillo. En todo caso lo que vio fue el poder del peor de los demonios, el poder de la ciencia en manos del hombre.

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