lunes, 7 de julio de 2014

Ella

O como se llama en su idioma original Her. Me refiero a la película protagonizada por Joaquin Phoenix, Amy Adams, Scarlett Johansson, Rooney Mara, entre otros.
 
Primero, que hermosa es Rooney Mar, flaca, pero hermosa. La sensual voz se Scarlett también sobresale por las emociones que transmite. Segundo, no me gusto el final. Sin embargo, me parece que es una muy buena película, para pasar el rato, para pensar, para filosofar.
 
Escribiré según me vaya saliendo, así que posiblemente meta algo de la trama, por lo que si eres de los que no les gusta que se las cuenten, para de leer.
 
No puedo dejar de pensar en lo que nos expone la película Matrix, que en mi opinión, es: la realidad se genera en el cerebro. Mientras que Matrix maneja una realidad creada por las máquinas, en Her, más bien se muestra como una máquina adquiere consciencia.
 
Creo que la consciencia es lo que nos distingue como humanidad. Es decir, el notar nuestra individualidad. Si un programa de computadora es capaz de generar consciencia, entonces no distaría mucho de ser considerado como “vivo”.
 
Her plantea este acercamiento: un muy evolucionado sistema operativo con sentimientos. Los sentimientos parten de que tenemos consciencia de nosotros mismos. Así pues, lloramos, reímos, nos emocionamos, odiamos, etcétera, según nuestra consciencia.
 
¿Y qué es la consciencia? En mi opinión, el sabernos y pensarnos, sentir, pues. En Her, este sistema operativo que tiene “sentimientos” comienza a evolucionar, a emocionarse, a sentir amor, celos, entender chistes. Llega a un punto en el cual lo único que le falta es una presencia física, un cuerpo.
 
Pero eso no es limitante para que Samantha, el sistema operativo protagonista, se enamore del protagonista Theodore (un Phoenix que desempeña un excelente papel). Ciertamente estamos todavía muy lejos de que tal entidad exista.
 
De existir, estaríamos hablando que por fin el ser humano ha creado un ser vivo, casi equiparable a un humano. Pero como digo, todavía estamos muy lejos de ello. ¿Cómo podría adquirir consciencia un programa? Porque el sistema operativo es un programa.
 
Mi respuesta es: solo si fuese posible de reescribir por sí mismo y sin ayuda externa su propio código, y a la vez no perder lo que ya es. Me parece que es así el ser humano. Tomamos consciencia de nosotros y conforme vivimos y adquirimos experiencia, adjuntamos esta nueva información a nuestro código actual.
 
Así pues no es tanto reescribir, sino más bien, anexar más código. Si hablamos de reescribir, sería como cambiar nuestra personalidad. Y la personalidad, salvo muy raras excepciones, no ocurre. Y otra diferencia del ser humano: tomamos consciencia de nuestro ser, pero es solo darnos cuenta, porque por defecto, ya traemos una consciencia desde que nacemos.
 
Los años y vivir, nos obligan a darnos cuenta de eso que ya poseemos. El sistema operativo va juntando experiencia y de ahí toma consciencia, no es que ya la traiga por defecto. Pero bueno, todo esto es simple teoría. La realidad es mucho más compleja.
 
Como dije antes, todo iba bien hasta que ocurre el final. El final no va acorde a la temática y el desarrollo de la trama. Hasta unos diez minutos antes del final, no perdía el hilo de la película y me preguntaba cómo iban a terminar todo este monstruo que están contando.
 
Bueno, en mi opinión, lo terminaron de manera desastrosa. Todo en la película está bien, excepto el final. Para mi gusto, muy ambiguo, deja muchos cabos sueltos, muy a la que cada quien le dé el final que más le guste.
 
Y eso no me gusta. Si yo le voy a dar el final que yo quiera, mejor me invento toda la historia. Y pues no. Que el autor o los autores den el final que imaginaron. Digo, lo hicieron, pero que final más chafa.
 
A pesar de todo, una muy buena película, para adolescentes en adelante (tiene algunos momentos sexosos, no explicitos, pero aun así, puede resultar un tanto embarazoso si lo ves en compañía de tus padres, o no, dependiendo de qué tan abierta es tu relación con ellos).

domingo, 6 de julio de 2014

Déjalo ir

¿Cuántas veces no has escuchado esa frase? Yo muchas, bajo muy diversas acepciones. Generalmente, cuando se trata de olvidar un amor. Y resulta que realmente nunca olvidas. No es como si dejaras de acordarte. Es prácticamente imposible.
 
Déjalo ir. No lo había entendido del todo, hasta ayer, que iba manejando, repitiendo una y otra vez la misma canción ¿Por qué la repetía? Fácil, porque me gusta. Aunque a veces no es tanto que te guste, sino más bien lo que te hace sentir, recordar.
 
Esa canción que habla de lo bien que te hace pensar esa persona especial, los juramentos y promesas de amor eterno, o las canciones que maldicen y reniegan del día en que la conoces o cuando deja de estar en tu vida.
 
Como sea, lo repites una y otra vez; y como epifanía, en mi mente retumbó, fuerte y claro “déjalo ir…” ¿Dejar ir qué? Lo que sea que estás reteniendo.
Escuchar una y otra vez la misma canción es resultado de una búsqueda de placer o dolor, que nos hace sentir vivos. Incluso dentro del dolor, al recordarte, me sonrío y pienso en lo bien que la pasaba contigo, lo mucho que me atraías (o si no has cambiado mucho, lo mucho que me atraes).
 
Déjalo ir. ¿Dejar ir qué? Obviamente, la canción. Deja que continúe el orden aleatorio (¿orden aleatorio? Suena a una incongruencia; precisamente sufrimos por la incongruencia) del dispositivo. Deja que corra la siguiente canción. Tal vez no te guste tanto como la que estas repite y repite, tal vez sí, tal vez sea mejor. Después de todo, por algo lo tienes grabado.
 
Pero no. Antes de dejar ir a la siguiente canción, quiero volver a escuchar ese tramo, ese solo  de guitarra, escuchar la poderosa y cristalina voz de la cantante, de hacer mío es frase que tanto describe lo que fuimos, lo que fuiste, lo que me haces sentir.
 
Déjalo ir. No, una vez más, una vez más tan siquiera. Ahora sí, voy a dejar que corra la siguiente canción. Déjalo lo ir. Lo dejo ir  y también dejo de poner atención a las canciones, a lo que dicen, al ritmo. Ya no me interesa.
 
Hasta que encuentro otra canción que me vuelve a llenar. Nuevamente pongo atención. Estoy tentado a repetirla una y otra vez, como la anterior. “Déjalo ir” retumba en mi mente otra vez. Y lo dejo ir.
 
Quiero dejarte ir, pero todavía no puedo. Todavía te extraño, todavía te detesto, todavía me pregunto ¿por qué?, todavía no te puedo dejar ir. No todavía, una vez más, por favor. Y aunque ya no estés aquí, todavía te pienso, todavía te sueño, todavía te mantengo en mi revisión cotidiana de los quehaceres.
 
¿Qué tendría que hacer para dejarte ir? No lo sé con certeza. A veces creo que necesitaría decirte, cara a cara, todos los improperios que he dicho en mis recientes borracheras, que con esas vulgaridades puedas tú sentir un poquito lo que yo siento. Que te desprecio, que no te quiero querer, que no te quiero pensar, en evidenciarte la estupidez que cometiste al sacarme de tu vida.
 
Dejarte ir. Es lo que quiero.