viernes, 15 de mayo de 2020

La pauperización de los grados académicos en México (1).

“¡Ah qué tiempos aquellos, don Susanito…!”

Nací en un pueblo cerca de la ciudad de México. Nací en la pobreza y tuve muchas carencias de niño ¡Nah! Pero quería saber que se siente escribir eso. La verdad es que nací en una familia de clase media; de niño y durante todo mi desarrollo hasta concluir mis estudios universitarios, no tuve carencias básicas. ¿De qué me quejo en esa etapa de mi vida (todos tenemos quejas, no se hagan)? En realidad de puras cosas secundarias: que quiero un coche, que quiero una consola de última generación, y así por el estilo.

Aunque no tuve coche, hasta que me lo compré, los fines de semana que me regresaba a mi pueblo (en la semana estudiaba en el DF, hoy conocida como CDMex), mi papá me prestaba su coche. Así que no me puedo quejar del todo. Y durante mis estudios nunca me faltó nada de lo necesario: comida, techo, dinero para los pasajes, libros, material de la escuela.

Quien se las vio duras en esa etapa, pues fueron precisamente mis padres. “Tu única obligación es estudiar” me decía mi padre, no sé si estando plenamente seguro de lo que decía o porqué la vida le decía que eso era lo mejor para sus hijos (tengo hermanos). Lo que sí, es que mi padre pasó carencias; él sí vivió un poco la pobreza. Pobreza potencializada por una familia de 9 hermanos, de múltiples padres y siendo mantenidos por una madre luchona. Madre soltera, pues.

Y pues está madre luchona (que sí fue muy luchona), viene a ser mi abuela paterna; era maestra de primaria. Recuerdo preguntarle sobre su vida (les digo, soy chismoso desde pequeño), me contó que ella, después de la secundaria, se convirtió en maestra. Sí estimados milenials, antes bastaba con terminar la secundaria para volverte maestro. Mi abuela tuvo muchos méritos, pues siendo mujer, con un montón de hijos, con un montón de hombres (eh, mi abuela no fue precisamente una casta mujer, aunque tampoco se prostituía), viviendo en pueblos por demás machistas, sacó adelante una gran familia. Y por “gran” me refiero a cantidad, no calidad.

Bien pues ésta guerrera pudo tener un modo de vida decente a un costo muy grande. Prácticamente se la vivía trabajando. En parte porque creo que le gustaba mucho. De verdad amaba ser maestra. Recuerdo que ya siendo jubilada, a veces acudía al salón de clases, a suplir a algún “compañero” (así les decía a sus colegas), creo yo que sin recibir dinero. O tal vez si le daban dinero, pero era algo más bien simbólico. Lo cierto es que se le iluminaba el rostro, oronda me decía que había asistido a un compañero. Le gustaba pues, ser maestra.

No sé si hizo carrera magisterial. Ya tiene años que murió y esa parte de su vida no se la pregunté. Pero derivado de su trabajo, su familia (mi padre incluido) pagó el tributo de tener un jefe de familia monoparental. Si bien mis tíos y padre incluido, son “hombres de bien”, es un decir, pues aunque que tienen carreras universitarias, también tienen cierta predilección por el alcohol. Son mujeriegos, briagotes, pero eso sí, cumplidores en sus casas, responsables. Al menos en la casa “grande”.

Todos se casaron y la mayoría son divorciados. El que ellos hayan terminado siendo alcohólicos y mujeriegos se explica precisamente por la ausencia de una madre y la presencia de muchos “papás”. No justifico su actitud ante la vida, no justifico que digan “es que tu abuela nos abandonó”, que ciertamente nunca escuche que dijeran, pero que de muchas maneras pretenden así justificar su actuar. Yo voy con el dicho “el hombre es lo que hace, con lo que hicieron de él”. Es decir, uno pudo haber vivido, por ejemplo, violencia familiar. Que tu papá le pegara a tu mamá. Bien, no por eso puedes justificar “yo por eso le pegó a mi mujer”. Eres lo que haces, con lo que hicieron contigo.

No pretendo ser moralista; por mí, golpeen a sus parejas. Allá ustedes. Allá sus parejas que se dejan. El hombre es lo que hace, con lo que hicieron con él.

Regresando a mi abuela, a su familia, que es de dónde vengo, les decía que fue maestra, una orgullosa maestra. La que a pesar de tener el mundo en contra crió a su familia, en un ambiente machista, en un pueblo en ese momento, olvidado de la civilización, donde era más probable y más fácil volverse la mujer de alguien. Y además con un montón de hijos, de múltiples padres. Para mí resulta sorprendente que mi abuela sacara adelante a su familia. Me resulta sorprendente que mis padres hayan durado tanto tiempo casados (cuando escribo esto, llevan años separados), me sorprende que mi padre no se haya desentendido de nosotros, sus hijos.

Tengo un padre amoroso, que me cuidó y procuró cuando más lo necesité. El costo se lo llevó mi madre. Es sorprendente que mi abuela haya sacado adelante a sus hijos. Pero no fue perfecto. Hubo costos que pagar. Sobre todo en la vivencia de cada uno de esos hijos, mis tíos y padre. Todos en mayor o menor medida son alcohólicos. Todos han tenido problemas o de plano, fracasaron en su matrimonio.

Son, a ojos de la sociedad, hombres y mujer (tengo una tía) de bien. El que menos estudios tiene, fue la mujer, porque le tocó ser el reemplazo de la madre. Mi tía solo tiene estudios de preparatoria. Y por eso ahora recibe el reconocimiento de mis tíos y padre, le ayudan en la economía y siempre le han reconocido que ella fue quien los crió. Algo bueno hizo mi abuela. A pesar de que muchos de ellos se quejan de su ausencia, al final, les dio estudios.

Tal vez por eso mi padre decía que mi única obligación era estudiar. El título de esta entrada es engañosa ¿no? En realidad sí quiero escribir sobre las razones por las que considero que los grados académicos han sido pauperizados en México. Por ello comencé a hablar de mi abuela, pues fue mi primer contacto con los maestros, de manera cercana.

Por mi abuela y por mi padre es que tuve reconocimiento social, sin que realmente me conocieran. Y lo que es peor, sin quiera habérmelo ganado. Pero de esto me di cuenta muchos años después. Ahora ese reconocimiento me lo he ganado. Y si no me lo reconocen, no me importa. Uno sabe lo que es.

Ser el nieto de la maestra Nachita me llenaba de orgullo. Era el nieto de una gran mujer. Cuando se referían a ella, en el pueblo, donde todo mundo se conoce, y que se refirieran a ella con respeto y temor, me llenaba de orgullo. Un orgullo inmerecido, pues quien tenía que sentirse orgullosa, era mi abuela. Yo qué.  

Ser maestro en esa época, unos 40 años después del fin de la revolución, donde México estaba entrando a la modernidad, era un logro muy grande. Ser maestro en un pueblo donde la mayoría de la gente es campesino, el nivel de estudios promedio es primaria inconclusa y donde los que tienen dinero, los “ricos” lo son porque tienen negocios como tiendas, carnicerías o tierras para cultivar, no por sus estudios, era un reconocimiento social solo a la par del sacerdote del pueblo, un médico o un buen abogado (los cuales son como el chupacabras, porque no existen).

En esa época, antes de 1980, ser maestro era motivo de orgullo y representaba ser parte engranaje muy importante para el desarrollo de México. No solo por los propios estudios del maestro, también por la labor social que realizaba. El encargo era delicado, necesario y sumamente loable: enseñar a la población. Enseñar. Hacer gente de bien. ¡Por supuesto que ser maestro era de reconocerse!

PD: Felicidades a todos los maestros que tienen vocación, que gozan estando al frente de un grupo de escolares; mi reconocimiento y admiración a todos esos maestros que se les ilumina el rostro cuando a un alumno se le ilumina el rostro porque por fin entendió. A todos los demás maestros, chinguen a su madre.

Continuará...

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