lunes, 14 de julio de 2008

La decisión

“Nos protegemos
Nos vigilamos
Nos cuidamos…”

-Ese es el lema, es la lógica y la filosofía de nuestro actuar…- Así comenzaba la alocución del Supremo Guardián, el día de la iniciación de Jill.

Ahora, años después, esas palabras de iniciación cobraban especial sentido para ella.
Ahora ya no le parecía que fueran una honorable sociedad secreta, de altos valores éticos y morales. No, ahora estaba cierta de que no eran muy distintos de las sectas más retorcidas que se hallan conocido.

Sin embargo había una gran diferencia: el enorme poder económico que poseen, poder que todo corrompe, poder que proporciona impunidad, poder que cobija y envilece la verdad, poder que genera una verdad falsa, poder que da cabida a las incongruencias, a las paradojas. Políticos, empresarios, jóvenes prominentes de prácticamente todos los estratos sociales, mentes ellas de primer nivel, todos aglutinados en la Hermandad, todos actuando de manera coordinada, apasionados, convencidos de su actuar.

-Dios! ¿Es posible que nadie se de cuenta de la verdad?- Se preguntaba, mientras sostenía el arma, apuntando directamente a la cabeza del Supremo Guardián. Y comenzó a dudar. ¿Con matar al Supremo todo acabaría? ¿En verdad no tenía miedo de acabar encerrada por el resto de sus días? ¿Realmente creían que Satanás iba apersonarse, una vez cumplidos los ritos adecuados? ¿Y si nadie más se ha dado cuenta, no seré yo quién este equivocada?

Aunque Jill no participó directamente en los sacrificios, fue responsable de contactar a cada una de las víctimas. Todas ellas vírgenes, inmaculadas, con grandes expectativas, mentes con un alto potencial, poseedoras de una inteligencia superior, muy superior a la media. Todas ellas mancilladas, vejadas, suplicando por su muerte, pidiendo ser asesinadas.

A la vez que dudaba, al mismo tiempo, si eso puede ser posible, recordaba una y otra vez las imágenes y sonido de ese protervo video: un moderno aquelarre, donde las virtuosas mujeres fueron torturadas, sufrieron mutilaciones que les provocaron espasmos que terminaron en vómito, fueron obligadas a proferir insultos a sus creencias, obligadas a participar en retorcidas orgías donde fueron el trato fue inhumano. Al final todas suplicaban que acabaran con ellas, que acabaran con sus vidas.

-Seis, ¿Por qué permites esto Dios?, seis, ¿Por qué no una? ¿Dónde estabas cuando eso pasó, donde Dios?- Se lamentaba una y otra vez. Ahora sin darse cuenta, sus ojos se encontraban anegados, tenía tal pesar y pena que hizo un esfuerzo sobrehumano para no caer desvanecida, para que la oscuridad de la inconciencia diera por terminada sus cavilaciones.

Pero no, tenía algo que hacer. Tenía que terminar con todo eso. Pero tenía dudas, muchas. Sin embargo, una vez que tomó la decisión fatal, una vez que estaba cierta de su proceder, habló el Supremo Guardián.

-Ilusa, sólo conseguirás atrasar lo impostergable; este mundo ya tiene dueño, y lo reclama ahora- Los ojos del Supremo Guardián resplandecían con furor vesánico, y aunque su voz era la misma y el semblante en general también, había dejado de temblar, había dejado de gimotear, parecía imbuido de un poder sobrenatural, parecía ser otro personaje.

-¿Dónde esta tu Dios, al que tanto le pides? ¿Te ha dado alguna señal?, el mío sí, el mío se encuentra conmigo, ahora. Además, ¿Sabes que vas a condenar tu alma a una eternidad en el infierno? ¿Acaso ignoras la pena por matar a tu prójimo?

Jill no daba crédito a lo que veía, a lo que escuchaba. Y tuvo claridad sobre su actuar. De alguna manera, sabía que hacía lo correcto. Después de todo, el mal, el verdadero mal busca corromper, tergiversar la realidad, convencer sin importar el costo.

-Gracias Señor, esta es la señal que esperaba…
-Noooo- fueron las últimas palabras pronunciadas por el Supremo Guardián

Y sin más tiró del gatillo. Un sonido fuerte, seco, inundó la oficina donde se encontraban. A penas duro un par de segundos, tras los cuales, cayó un manto de silencio. Ahí, en el escritorio de maciza caoba yacía el cuerpo inerte del Licenciado Jeremías Alto Valle Santa Cruz, Supremo Guardián de la Orden de la Salvación Hermenéutica Agnóstica.

Frente al cuerpo sin vida, se encontraba Jill, respirando hondamente, con su rostro surcado por lágrimas en proceso de evaporación. Su rostro denotaba ausencia de sentimientos, inexpresivo, como si fuera una estatua, parecía que todos los sentimientos intentaban hacerse presente en su rostro, pero el resultado final era que se anulaban unos a otros.

Jill sabía que la batalla había terminado, pero también tenía la certeza que habría mas batallas, que tal vez tenía razón el ahora fenecido Supremo Guardián, únicamente había conseguido postergar el inevitable final.

Ahora esperaba, no con tranquilidad, los acontecimientos venideros.

-Después de todo, soy una asesina-

Sin embargo no abrigaba muchas esperanzas, sabía que la venganza de la Orden iba a ser implacable.

-Tal vez es hora de partir- Pensó y caviló sobre inmolarse.
-Todavía tengo algo de tiempo- Y se sentó a esperar un poco más. Una gruesa pesadumbre se apoderó de ella y volvió a estallar en un llanto desolador, agónico. Quería desaparecer de este mundo.

En otro plano, seres no humanos que se ciñen a la humanidad, deliberaban.

-Ha sido una dura prueba, creo que esta lista- Dijo el más inexperto de ellos.
-Mmm, tómala bajo tu tutela, sácala de ahí. Veremos que hace en cuanto te la lleves- Contestó el Elder a cargo.
-A veces, me sorprenden estos hermanos menores nuestros. Pero los designios del Señor, como ellos le llaman, son en verdad de insondable escrutinio- Reflexionó para sus adentros y se marchó dejando a sus pupilos hablando sobre los acontecimientos.

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